Fotogalería

La mirada sin distancia
                                                                                              Por Jerónimo González



    Sucedió en la Plaza 25 de Mayo, de Chuquisaca, un día que no importa, en un mes igual a otros, de un año que aún pisamos.
    Por la calle Calvo arribaron siete recienvenidos, vestidos obedientes del catálogo “gringo de paseo” (una bizarra mezcla entre prendas The North Face, calzados caros de gruesas suelas, con sombreros coyas multicolores, mochilas de aguayo y remeras con inscripciones del tipo “I Love Titicaca”). 

    Hablando en una lengua gutural y casi a los gritos, fueron acercándose hasta el centro. Eran tres mujeres y cuatro varones. Mientras la tercera se mantenía empalagosamente abrazada a uno de ellos, las otras dos miraban una Lonely Planet (algo así como la Biblia de los viajeros que no hablan el idioma del lugar donde andan andando). Uno siguió de largo, se separó del grupo y se perdió de vista. Del cuello de cada uno de los otros dos, colgaba una cámara (aparentemente Nikon) con un lente que cuatruplicaba el tamaño del cuerpo.
    El primero  de estos dos, alto, pelirojo, en diminuta bermuda y zapatillas con medias, apuntó su cámara hacia la estatua principal, y por el modo en que tomó la cámara (colgando un brazo en el aire por sobre la altura de sus ojos) y como sostuvo el lente (con dos dedos, como si fuese una delicada pinza) quedó explícito que el tipo tenía más plata que conocimientos fotográficos.
   El segundo, que al principio iba a disparar hacia la misma estatua que su compañero, en el trayecto de la cámara encontró a pocos metros delante suyo una niña que, sentada sobre unas piedras, tomaba un pequeño sachet de jugo. Entonces dio cinco pasos hasta encontrarse justo delante de ella, y lejos de saludarla primero o siquiera hacerle alguna mueca de simpatía, sin agacharse para lograr un mejor encuadre, apuntó a la niña de rojo vestido y disparó…una vez, dos veces, tres veces…dos pasos para la izquierda, y otra vez, y otra, y otra, y otras tantas más. 

    El murmullo de las palomas, y las bocinas de los pequeños y asiáticos buses, lejos estaban de haberse callado, sin embargo el sonido del subir y bajar de los espejos cobró un fuerte protagonismo en aquel mediodía soleado…no solo para mi, también para la niña, y sobre todo para su madre, que ante la situación abandonó el banco a la sombra de un árbol y rauda se dirigió hasta donde el gringo. Al mismo tiempo, la niña se levantó de las piedras y marchó hacia su madre…movimiento este que tampoco escapó a la impaciente cámara que disparó a su andar, una vez, dos veces, tres más.
    La niña se perdió detrás de su madre, más precisamente entre su inmensa y barroca pollera. La madre comenzó a gritarle al muchacho y a gesticular con vehemencia. Por la distancia hasta mi banco no podía escuchar lo que le decía, y por una distancia aún mayor el extranjero aunque escuchaba no la comprendía, se reía del no entender mientras buscaba burlón la complicidad de sus acompañantes.       

    Pero estaba todo muy claro: la madre estaba enojada por su invasión, por su falta de respeto, por su manera mucho más que por las fotos en si mismas.
    Y por un instante descubrí en ese enojo el enojo de toda una cultura…por la invasión, por la falta de respeto, por la manera mucho más que por el hecho en sí mismo. Y en esa risa burlona, también la burla de toda una cultura…que aunque cada vez con menor fuerza, viene haciendo eco desde hace ya centenares de años.
    Visto que la señora no iba a parar, el foráneo y los demás caminaron hasta marcharse de la plaza por el lado opuesto al que habían llegado. La niña volvió a lo suyo, ya sin jugo se dedicó a corretear palomas…y la madre regresó a la sombra del árbol, que ahora era más fresca.
   Yo me quedé pensando en el tipo de retratos que seguramente habitaban y habitarían la memoria de la cámara de ese gringo que nunca más volví a ver, sobre todo en las miradas que a su lente miraron y mirarían. Y aun pese al esfuerzo, no podía imaginarlas. Entonces recordé aquello de que las cosas pueden definirse por lo que son, tan bien como por todo aquello que no son.
    Y pude ver las miradas que habitaban y habitarían aquella memoria SD, al recordar las miradas que miraron los lentes de Martín Chambí.
    
   Indio nacido en Puno, Perú, allá por 1891. Hijo de una pobre familia quechua campesina, siendo poco más que un niño emigra hacia el sur del Perú para trabajar en la mina de Santo Domingo. Es ahí que siendo asistente del fotógrafo de la mina comienza a aprender sus primeras armas en la fotografía y descubre la pasión que lo marcaría y acompañaría por el resto de su vida. Siendo poco más que un adolescente y sediento de perfeccionar sus capacidades y aumentar sus conocimientos fotográficos se marcha hacia Arequipa y comienza a trabajar en el estudio de Max Vargas. Al poco tiempo y ya siendo un fotógrafo reconocido en el Perú, se convierte en el primer fotógrafo en registrar las ruinas sagradas del Machu Pichu. Apenas unos seis años después abre su propio taller en Cuzco y se instala definitivamente en dicha ciudad. Su taller de a poco llega a convertirse en el más renombrado, y además de las fotografías de carácter casi artístico/antropológico que realizaba (retratando a los habitantes de los pueblos campesinos andinos, sus costumbres, sus conductas, sus contextos, sus rituales y monumentos; con una mirada sin piedad, ni compasión, ni condescendencia, una mirada de igual, de orgullo y decencia), realiza diversos trabajos como reportero gráfico/fotoperiodista para varios medios del Perú y también de la Argentina (La Nación y La Prensa), y también trabajos netamente comerciales para los “blancos” que lentamente comenzaban a valorar, pretender y bien cotizar su obra. Así es como se dice que había dos Chambí, uno que trabajaba para las clases altas del Perú en procura del dinero..otro, afortundamente quien pasó a la historia y acá resalto, el que a lomo de burro recorría los angostos caminos de los andes peruanos y a pie cada rincón del Cusco buscando, según sus propias palabras, que su gente hable a través de sus fotografías.
    Admirador de Rembrandt, en su obra, cualquiera sea, siempre prima el contraste y abunda el retrato. Al igual que el pintor, entre otras características similares, se destaca lo prolífera de su obra y la libertad con la cual se manejó dentro de ella, encarando la fotografía desde decenas de aristas incluso algunas aparentemente opuestas. Realizó a lo largo de su vida, más de una decena de exposiciones, tanto en Perú como alguna vez en Chile.
    El terremoto en Cuzco de 1950 es la fecha y el suceso que se marcan como punto de inflexión no solo en la obra si no en la vida de Chambí. Golpeado por lo devastador del desastre, murieron alrededor de 27.000 personas, comienza desde ese entonces a alejarse de la fotografía y su salud se deteriora considerablemente.
    Un gran fotógrafo que gracias a su trabajo permitió a los pueblos indígenas del Peru, entre los cuales se reconocía, mostrarse a los ojos de la historia y la humanidad toda con la dignidad que tienen y merecen…
    …murió en 1973, en un día que igualmente, o quizás sobre todo por eso, salió el sol y más tarde brilló la luna.







                                           











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