Cultura Plebeya


    

   
   Cierras los ojos un momento, o te das vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ni siquiera los pensamientos en nuestro interior. Después de todo este tiempo siento que tengo algo que decir y que si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará.
El país de las últimas cosas. Paul Auster.
   


   El sol sale a martillazo limpio, uno atrás de otro. El ruido le hace sombra a la pelea que da el sol a un nubarrón gris que lo mira desde la izquierda. Los martillazos no se detienen, acompañan como si marcaran los compases de la salida del sol. El sol le sigue peleando a la nube. Los martillazos no cesan. Los pájaros en banda se posan sobre una rama que está a punto de quebrarse por el peso de los plumíferos. Los pibitos y pibitas corren de un lado a otro. Los pájaros ven la pelea que le da el sol a la nube. El sol mira desafiante a la nube. Frío. Los pibes corren de un lado a otro. Los martillazos no cesan. La nube gris al parecer comenzaría a ganarle al sol que está cada vez más escondido tras un edificio. Los martillazos se prolongan. No se detienen. Uno tras otro. Con mayor intensidad. Los pájaros levantan vuelo, el ruido los espanta, los aleja. El sol, en un revés inesperado, corre a la nube y la separa del cielo. La luz de la mañana abre sobre la tierra. Los pibes corriendo en patineta se precipitan sobre la pista de carreras. Los juegos de la plaza son el escenario de un juego de nenas. Los martillazos ensordecen. ¿Pero sólo yo los escucho? ¿Será que la mañana, que parecía gris, ignora los ruidos? Nadie le presta atención a aquellos ruidos, pasan como si no estuvieran, como si fuera algo que no se quiere escuchar, ni siquiera ver. Pero no es posible, están allí. Se escuchan. Se ven. El ruido puede verse. Todo lo que provoca ruido, también provoca una imagen. Es algo, alguien provoca ruido y a ese alguien se lo puede ver. No es posible que no lo veamos, que no nos llame la atención, que no nos interese saber qué es lo que allí está pasando. La cuidad nos convierte en eso. Nadie mira a su alrededor. Nadie mira al que esta a su lado. Ni el sol que pelea con la nube. Ni el pájaro que se posa sobre una rama a descansar o quién sabe, quizá a alimentarse delicadamente. Ni los pibes y pibas que corren de lugar en lugar. Los martillazos ahí están. Allí se escuchan. El conteiner blanco y todo lo que lo rodea, es la marca de quien no para de pelearle a una realidad de mierda a los martillazos, viajando en poxirran, laburando, pelando, callejeando, comiéndose toda la resaca de esta mierda. Cartoneando. Buscando de cabeza entre la mugre. Hurgando entre lo que los demás tiran. Tiramos. Pensando que la realidad termina en la puerta de la casa. Con suerte se piensa eso, cuando se tiene casa. Los pies se mueven al ritmo de los martillazos que obligan a tener medio cuerpo adentro del contenedor. Nadie mira. Se escuchan los martillazos aunque no se quiera, pero nadie mira. Se mira para otro lado, como si eso no estuviera ahí. En la ciudad se aprende a pensar de un segundo a otro, dejando de lado lo que no se quiere ver. Pero está ahí. Aunque no querramos ver está ahí. La avenida se abre al sol que le sigue ganando la pelea a la nube fría que ya casi desaparece. Los autos comienzan a innundar las calles. El ruido bruto de los motores aplaca los martillazos. Pero ellos no se van, están ahí. La fuerza de la mano que empuña el martillo busca desarmar lo que será una carga para la venta. Los martillazos no se detienen hasta que la carga sea reducida a la comodidad del radio del carro. Los pájaros vuelan alrededor del carrusel que comienza a abrir sus puertas al ritmo de la música tropical que emiten sus parlantes. Los martillazos no cesan. Las manos ajadas no detienen el trabajo. La música tropical condensa el ambiente matutino. El calor del pavimento comienza a levantar el ánimo. La música tropical provoca la sonrisa del trabajador que metido de cabeza en el contenedor martilla al ritmo de una cumbia densa y visceral. Las piezas más valiosas obtenidas tras cuarto de hora de cartoneo han sido reducidas. Los martillazos, en este momento, se reducen. Disminuyen. Las piezas son cargadas al carro. Un improvisado y viejo carrilin tirado por una bicicleta. Una bicicleta movida por la sangre y el esfuerzo del martillador tempranero. La madrugada lo vio salir de prisa de su casa alejada de las calles de asfalto. El mate y la galleta. La madrugada cayó de pronto, como prólogo de la pedaleada hacia la mugre. La mugre, los restos, lo que otros tiran, lo que otros tiramos, lo que se descarta, lo que no se usa más, lo que se remplaza, lo que es prescindible porque la semana que viene salió el que lo supera en supuesta calidad. La búsqueda del descarte orienta la pedaleada de madrugada. Los martillazos son de todos los días. La pedaleada por la calle en busca del descarte. Buscando, pedaleando, changando. Buscando el descarte, siempre solo, siempre aparte. Sin atención de los demás, de los que miran para otro lado, los que se distraen con pajaritos y nubarrones, mientras la cosa se prende fuego. Fuegos de octubre. Fuegos de un pueblo vivo. Fuegos de un pueblo que se mira a sí mismo y se ve solo, pero que cuando explota con fuerza colectiva como la del martillazo del contenedor, desparrama hombres y mujeres por sus calles. Cuando vivís en la ciudad aprendes a no dar nada por sentado. Sus calles te sorprenden, todo está sujeto a cambios provocados en segundos, lo que está pasando ahora no será igual mañana. Lo que pasó ayer no será lo mismo que pase mañana. Todo el tiempo por pasado no fue mejor. Pero no por eso habría de dejarse de conocer el pasado que es el culpable (o ¿inocente?) de que hoy seamos lo que somos. El hoy es el ayer cada vez más desgastado. El mañana será el hoy más gastado aún, pero sin embargo eso es lo que mueve, lo que inunda de gente las calles diariamente en ciudades en las que vivir es difícil y morir es fácil. Con una simple palabra se informa que ya no estás. El señor obitó. La señora obitó. El joven o la joven, como sea, obitó. Y los martillazos resuenan como un estertor que despierta, que sacude, que hace pensar, que desconcierta. Como los 19 y 20, como los 17 de octubre, como los mayo cordobeses, los inviernos sureños al costado del tizón. Rostros curtidos igual que los del martillero en bicicleta. Ropa de grafa y alpargatas. Los laburantes por las calles en fuego de octubres, los mismos fuegos de la quema de hoy donde las familias viven de la mugre. Los mismos fuegos que hoy necesitan los pibes para fumar un faso o para jalar base. Este pueblo de contradicciones y maravillas. Los que se van, se fueron y volvieron. Los que no se fueron nunca y quizá nunca lo hagan. Desde octubre, de regreso a octubre. Los pibes limpiando vidrios, cuidando coches, fumando un faso, tomando vino. El martillazo como prólogo a la jornada de laburo que termina tras fernet. El laburo como mula se resucita con melancólicas borracheras. Los pájaros se van, el mediodía se avecina.
   El semáforo lungo y embarrado mira al pibe que pasa el trapo. Le limpio el vidrio señor, se lo limpio si no me desprecia y me tira la peor de sus caras, o las moneditas de 10 centavos que guarda para ocultar su miedo que no cesa después de subir su vidrio polarizado marca súper. Cierre los ojos, mire para otro lado y yo desapareceré, no se preocupe. El semáforo de aquí me tira tres luces celestes. Y sus vidrios polarizados me dejan ciego de bronca. Se lo limpio viejo. No me tenga miedo que no pasa nada. Que los pibes que estamos en la esquina estamos de última. Que no nos cabe ninguna pero no somos atrevidos. Respetamos a la gente y que la gente nos respete a nosotros. O a ver viejo, de dónde carajo te creés que venimos nosotros. Dale viejo que somos pibes y estamos tratando de sobrevivir, fumando uno, pateando la calle, pidiendo, apretando, pegando un pipaso mientras se le pone el pecho a la mierda de la calle. Todo el tiempo por pasado no fue mejor, este tiempo es mejor, aunque mañana estará gastado. Vamos viejo, tiranos una moneda que es de mañana, pica el bagre, la mañana rompe con el sol que le ganó espacio a la nube. Viejo, pica el bagre. Es de mañana y el mediodía ya llega. Miré al compadre de calle de tierra, culo para arriba adentro de un contenedor, a martillazo limpio abriendo el sol de mediodía. Dale viejo que los pibes están de resaca y no hay comida. Dale viejo. Hoy es mejor, pero está gastado. Mañana se le pone parches a un hoy de mierda y decadente. Dale viejo, dale vieja, dale che. ¿Y el prójimo que hay que mirar y respetar? Dale viejo si vas a la iglesia, te comés una ostia, te hacés el piola, te persignas y después al que te pide una ayuda le bajas el vidrio metiendo tu brazo adentro. Imbécil que ignorás al pibe de la calle, al laburante que busca la mugre que vos tirás. Cuando las mayorías oprimidas conquistan bienestar, los cerdos dueños de todo huyen de miedo, golpeando puertas de cuarteles o sofocando con proclamas xenofóbicas y racistas, anti pibes, anti chorros, anti negros. Les da temor la piel oscura, el mal vestido, el que tiene olor y está sucio porque vive de la mugre que ustedes tiran. Ratas con miedo, están perdiendo privilegios, los pibes siguen en la esquina, en los contenedores metidos de cabeza, en la quema revolviendo la mierda, pero vos estás perdiendo privilegios y eso te da cagazo. Los pibes en la esquina, siempre en la esquina, en las plazas, siempre en las plazas, mirando, observando, charlando, conociendo, mirando pero no para el costado, si no de frente, a la cara del que a martillazo limpio anuncia que el día empieza, que te tenés que levantar. Y así el día se va una vez más, entre tierra y pavimento. La ciudad se desnuda al caer la noche guardando secretos, dichas y alegrías, angustias y sufrimientos, pasado y futuro. La paliza de décadas pasó, las cicatrices se van yendo, algunas se curan, otras quedan latiendo, como hinchadas todavía. Las palizas de décadas, llevan otro tanto para que se curen. Los dolores y la mugre se van de a poco. La mañana visceral que prologó al día de octubre se fue con el mediodía de semáforos. Limpiando vidrios en atardeceres tropicales, con noches etílicas y mañanas de resaca. Y así, una nueva mañana prologa la resaca de una fiesta a la que no nos invitaron pero que peleamos porque se termine. En las casas, en las calles, en las plazas o donde sea. Escribiendo, buscando en la mugre de las calles que se sacuden, que te sacude, que nos sacude. El sol salió, la nube se fue, el día pasó, se vivió, mañana no vuelve, como el comienzo del papel en blanco. Mañana será otro día. Definitivamente mejor.



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