Cultura Plebeya




Rumbé sin novedad por la veteada calle que yo me sé.

Todo sin novedad, de veras.

Y fondeé hacia cosas así y fui pasado.


 Cesar Vallejo  



El carguero llegaba a Constitución echando humo. Entre el vapor de la locomotora y la tierra que levantaba la llegada, bajaban algunos pasajeros entre bolsas y materiales de los más variados, traídos a la capital desde el interior. Último vagón. Algunas familias pobres. Una familia pobre, muy pobre. Madres. Padres. Hijos. Comidos por los piojos. Más pobres que no se qué. Hijos de los piojos, abuelos de la nada. Los muchachitos con los mocos colgando, las familias pobres del interior del país escapándole a la pobreza con la esperanza puesta en la capital, en la posibilidad del trabajo que saque de la miseria a una familia pobre, analfabeta, con el lomo despellejado del laburo explotado. El tren anunció la llegada. Las familias bajan, caras sucias, descamisados, los cabecitas negras recién llegados del interior. Mucho hambre. Frío. Sin vivienda. Los descamisados de la patria peleándole a la pobreza, buscando una piecita donde pasar la noche. En familia. Pobres, pero en familia. José María, el niño pobre, se ríe, con los mocos colgando, tomando mate cocido, mojando una galleta dentro del tazón de aluminio traído desde su ciudad natal de Villa Mercedes, provincia de San Luis. La pobreza golpea la puerta del hogar; la miseria y la marginalidad ya estaban adentro. Una familia sacudida por la nada. La olla se para como se puede. Los pibes no van a la escuela. La calle y el trabajo son la compañía del niño José que junta las moneditas para comprar el pan que lleva a una casa sin comida y con mucho hambre. José María, el lustrabotas. El pibito que ranchea en la entrada de la estación. Lustrabotas. Pibito compadrito. Lustrabotas. Nene con cara de hombre. Lustrabotas, curtido de chiquito, sin juego, sin festejos. Trabajando. De chiquito trabajando. Lustrabotas. Agachado por unos centavos de algún cajetilla que pasaba por la estación y quería que sus mocasines brillen. José María, el puntano lustrabotas. Ese pibito que llegaba del más profundo interior de un país pobre, solo y abandonado. José, ese nene que caminaba por los andenes de Constitución buscando un mango que le haga morfar. El lustrabotas de la estación. Pibito casi huacho. El padre no estaba, nunca viajó a la capital. Se quedo por allí. La madre laburante. Igual de laburante que el pibe José. El lustrabotas pícaro y atrevido. Fanfarrón y pendenciero. Provocador. Petiso, guapo, y agrandado. Cabecita negra. El mono. Morocho cabrón y peleador. Al atrevido que se le cruce por su puesto lo caga a trompadas. El lustrabotas sale del andén escupiendo un pendejo a las trompadas. Al guacho, pendejo, adulto o viejo que se quiera quedar con su parada se le para de guantes. Los pelea a las trompadas. El morocho puntano, pendejito convertido en adolecente, se caga a trompadas por defender el puesto, por defender el mango. Peleando a las trompadas con todos los soretes de constitución que se hacían un negocio apretando a los pendejos que trabajaban en la estación.

 El mono se toma un trago de sopa, traga y vuelve a tomar. El frío de la estación le congela las manos, las orejas, los pies, todo el cuerpo. El plato de sopa solidario siempre aparece atrás de la estación. Una ranchada colectiva, llena de muertos de hambre, lúmpenes, borrachos y chorros. Todos pobres. Laburantes castigados por el paso de los años. La miseria y la pobreza se convierten en rancho. El fogón y el frío se disputan los cuerpos en soledad que ven pasar sus días sin un mango, sin un cobre, cansados de la vida pobre. La sopa calienta las tripas frías del Monito. El cachorro mantonegro que siempre lo acompaña y sus potentes nudillos son su única compañía en la calle peleándole a la pobreza. Peleándole a las trompadas. El cabecita negra tiene pasta para la piña. Revolcando pendejos que le quieren sacar su puesto. Lázaro, el peluquero del barrio Constitución, desempaña los vidrios fríos del local para ver al Monito arrastrando a un pendejo que se quiso hacer el vivo con un amigo. La calle fría. Húmeda. Empapada. El frio porteño congela las patas de los descamisados. La piña y la violencia callejera llevan a José a sus primeros cuadriláteros como salida a una vida insoportable. El peluquero acompaña al pibe puntano. Peleas a tres round. Los marineros borrachos sacuden sus copas enardecidas de alcohol, mientras los pendejos se cagan a piñas por un plato de comida. The Sailor's Home, la taberna oscura, lúgubre, plagada de marineros que destilan miserias, romances de cada puerto, soledades y angustias. El alcohol se vuelve violencia. El cuadrilátero ve que se derrama sangre joven. Pura. Sangre de niños pobres, que le escapan a la pobreza con el puño firme que se estrella en otro rostro. Otro rostro, de otro pibe pobre. José María, el lustrabotas puntano. El mono. Monito. El tigre puntano. José María Gatica. El provinciano pobre con puños de acero empezaba a forjar un futuro venturoso, efímero, violento y de pocos round. Una década de esplendor para volver a ser abrazado por la miseria después de perderlo todo. Ganar por nocaut. Perder por nocaut. Por puntos, por abandono. Ganar y perder. Una vida de miseria con triunfos y derrotas. Con excesos y deslices. Despertando amor en esa gran masa del pueblo que lo veía como el ídolo humilde, luchador y solidario. El cabecita negra que triunfaba de puro guapo nomás. Entrenando y peleando. El pueblo que comenzaba a salir de un largo sueño embrutecedor. El Monito desde el ring acompañaba a un país que comenzaba a decirle no a la colonia. Sí a la patria. Mi general, dos potencias se saludan.  El tigre puntano, solidario y compañero. Al lado de los que menos tenían. Acordándose de los pobres, de sus hermanos desterrados. Una piña, una acción solidaria en un hospital, ropa y comida para los que no tenían nada, el ring en compañía del General y de su señora esposa la Compañera Evita. La Argentina estaba cambiando. El monito, el  descamisado de provincia, también.

17 de octubre de 1945. El pueblo argentino sale a las calles a reclamar la libertad de su líder. El Coronel Perón. El primer trabajador. A las calles por ese gran argentino que supo conquistar a la gran masa del pueblo. Temblaba la oligarquía. Los dueños de todo saltaban de asco. Miles de obreros. Descamisados fatigados de tanto trabajo llegaban a la Plaza de Mayo a pedir la libertad de su conductor. El Mono estaba ahí, envuelto en su trapo de Argentina, a grito pelado, cantando por la libertad de Perón. El tigre puntano estaba presente en la plaza. Cantando. Comiendo choripanes. Metiendo las patas en la fuente. Para que las viejas copetudas que en unos años pedirían cáncer, se retuerzan de asco. La plaza se llenó de pobres, de obreros explotados, de militantes, de luchadores sociales. También estaba el Monito. ¡Monito las pelotas, oligarcon! Señor Gatica.
Leopoldo Mayorano muerde la lona en el primer asalto. Un Cross a la mandíbula contundente, combinado con un gancho de izquierda, le alcanzan al Tigre Puntano para hacerse de su primera victoria oficial en un ring de la argentina. Entre la popular y el ring-side también había una pelea. De un lado las clases populares que iban a ver a su cabecita negra, desafiante agresivo y ambicioso que cariñosamente lo apodaban El tigre, por su estilo aguerrido. Del otro lado del ring-side se encontraban los pitucos, los que aborrecían a Gatica por su falta de clasicismo, por pobre y peronista. No te enojes monito, ¡Monito las pelotas, oligarcon! La fama y el destino provechoso comienzan a acompañar a Gatica. Sus triunfos se cuentan de a siete para el año 1946. Alfredo Prada, su archirrival, se convertirá en un clásico para la piña del Mono. Seis peleas. Tres para cada uno. Luego fuera del ring compartirían un final miserablemente parecido. Triunfos, derrotas.
   1951, La oportunidad del titulo en el extranjero. En el primer asalto cae el sueño del argentino en New York. El título se esfumaba, se iba, corría alejándose entre la fanfarronería, la falta de entrenamiento, excesos, mujeres y alcohol. ¡Decile al general que yo me estreno!, decile. Los llantos no alcanzaban para sentir el dolor de la oportunidad que se le escapaba.

   ¡Monito, las pelotas, a mí se me respeta! Volver al entrenamiento tras la derrota, ganar, perder. 98 combates, 85 victorias, 72 por nocaut, 7 derrotas, 2 empates, una sola ausencia. Diez años de idas y vueltas. Derrotas y victorias. Un pueblo que aplaudía a su ídolo. Un pueblo peronista reflejándose en el descamisado triunfante. Qué sabrán los pitucos de los sufrimientos de un pobre. Si para ellos es un mono sucio y harapiento. El golpe del 55' arrasa con todo. La fusiladora fusila. La fusiladora reprime, pega, encarcela, destruye conquistas. Destruye hasta el último ladrillo peronista. Un pueblo que llora, que llora pero que resiste. Que lucha en las calles, en las fábricas. La resistencia es Peronista. El Mono es prohibido, perseguido. La oligárquica Federación Argentina de box le prohíbe pelear al señor José María Gatica en cualquier ring, de cualquier lugar del país ¿Porque? Por ser peronista, la cárcel es habitual. El box se aleja de su vida, como esa imagen borrosa de una década de esplendor, de triunfos y reconocimientos, de excesos, de dinero mal gastado. Diez años de trabajo y sin un peso. Dinero mal gastado. Dinero bien gastado. La solidaridad del Monito con el compañero desamparado.  El Tigre puntano. Ya viejo para la piña, sin un peso, prohibido, censurado, se ve atrapado por la miseria. Volver al barrio, a la villa, al rancho. Sin agua, sin gas, sin salud ni educación. El Mono más pobre que los pobres, se lo comen los piojos. Los que lo palmeaban por la espalda ya no están. Un negro analfabeto, veterano y lesionado ya no les servía. La miseria se apodera del presente de José. La vida se enfrenta con changas, trabajos informales que lo hunden cada vez más en la miseria. La villa, la renguera, el mate dulce para engañar el estomago, la imagen de un Gatica pobre, descalzo en la puerta de su rancho, viendo como la inundación le lleva sus ultimas miserias.

   El 12 de noviembre de 1963 fue un día caluroso, el verano porteño que estaba por llegar reventaba su sol contra el asfalto de la barriada popular de Avellaneda. La salida a la miseria era vender muñequitos en la cancha. En el club de sus amores. Independiente de Avellaneda. El Monito sale borracho de la cancha, festejando el triunfo del rojo, camina con un colega vendedor de diablitos rojos. El colectivo de la línea 295 lo dejaba cerca del rancho. El Mono lo para en la esquina a una cuadra del puente. Borracho se manotea de la baranda y le erra al estribo. El colectivo se zarandea. Lo pasa por arriba. Lo revienta como un sapo. Las heridas lo dejan moribundo. ¡No te vallas, no me quiero quedar solo! El otro vendedor desespera dando alaridos pidiendo ayuda. Nadie frena. El Mono, Monito, José María Gatica, el Tigre Puntano, se nos iba, nos dejaba. Dejando llantos y espasmos en un pueblo que lo lloró a rabiar colmando las calles, llevando su ataúd en una peregrinación auspiciada por cientos de miles que lloraban al ídolo de barro, al morocho peronista que aborrecía a los oligarcones y que a grito pelado exclamaba ¡Viva Perón! Amando a su pueblo humilde y trabajador, odiando a los explotadores, a los enemigos del pueblo, odiándolos con todo su fervor de humilde y cabecita negra. Se nos iba El Mono, despreciándolos con un odio que no conviene olvidar.

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