Cultura Plebeya




Tiempo después, escucho aún el ruido loco de los paloteros Buscan así baldosas flojas donde escondemos tesoro y miserias
Pabellón Séptimo (Relato de Horacio). Indio Solari

   Hugo Canoso, conocido como El Cebolla, caminaba por las calles sabiendo que estaba en peligro. Su vida valía poco y nada. De esquina a esquina zafando de la goma. De la bala que te alcanza y te mata. De esa que con tanta facilidad hace daño. Hugo espera el momento oportuno, agazapado. Esperando que el gil al que esta midiendo se duerma, que se duerma tranquilito, para poder acostarlo mas fácil. Hugo piensa. Le suda la frente. El humo del cigarrillo le empaña los ojos cubiertos por unos Ray-Ban's color verde. El Cebolla se mastica el cigarrillo, lo retuerce, los nervios lo destrozan. El coche que esta midiendo es una punta que le pasaron en el barrio. Un coche de mucha guita. Cebolla sabia que era cuestión de caer, un par de gritos, asustar al conductor mostrándole el fierro, agarrarlo de la camisa, zamarrearlo un poco, pegarle un bife y cortar con el coche. Punto. Así de corta. Así de fácil. Hugo entro en acción. Tirando su cigarrillo destruido, a medio fumar avanza con el pie izquierdo, caminando por el lado derecho de la calle Uruguay, el sol de la media tarde se estaba metiendo detrás de los edificios, como sabiendo que lo que estaba por pasar no necesitaba de su brillo y su claridad. Hugo rodea el auto del conductor, abriendo la puerta del acompañante lo saca de un tirón. Tomándolo de la camisa y la corbata, le aplica un par de cachetazos bien certeros a ambos lados de la cara, le grita una grosería y lo tira al suelo. El conductor cae, de culo. Literalmente de culo. Lo mira a Hugo y le pide que no lo mate. Hugo larga una carcajada. ¿Matarte porque? Le pregunta el Cebolla. A ver si Hugo iba a matar a un gil para robarle el coche. Hugo se reía y miraba al estropeado conductor, tirado en el cordón de la vereda. Cagado en las patas. ¡Raja de acá! Le vatio Cebolla. El conductor se paro, lo miro a los ojos y le dio las gracias. Hugo esperaba que las balas que lo andaban buscando fueran así con él. Que se frenasen. Que lo dejaran ir. Pero él sabia que las balas de la Poli no eran así. Todo lo contrario. Te buscaban hasta bajarte. Si eras pobre, si eras puto, si eras chorro, si eras drogón o hippie, si eras peronista, trosko o bolche, si eras joven, delincuente o subversivo. Había balas, palos o cárcel para todos. Hugo Canoso, el Cebolla para los amigos, era dueño de cualidades con las cuales el Proceso de Reorganización Nacional no estaba de acuerdo. Era pobre, marginal, un poco peronista y hacia poco tiempo se dedicaba a levantar autos burgueses en la calle, además de tener algunas pepas y un poco de marihuana en su casa. Nacido y criado en la marginación de una Argentina que se venia cayendo a pedazos desde mediados de los años cincuenta. Morocho, pobre y marginal. Guacho. Hijo de un pueblo que estaba siendo reprimido mientras que en las calles se comenzaba a gritar que argentina seria campeón del mundo. Año 1978.
   Hugo pisaba el acelerador a fondo. El coche recién robado era terrible nave. Un Ford. Azul. El Cebolla cruzaba las bocacalles sin frenar. Pisando a fondo. Lo ideal era disparar lo más rápido posible del lugar del hecho. Atravesar las calles sin mirar. Deseando que no aparezcan los Vigi, que la próxima bocacalle sea la que lleve rápidamente al barrio. Para estar a salvo de la cana, de la Poli o del ejército, que andaba por las calles arrasando con todo. Si eras pobre o chorro, cabecita negra o Peronista, ibas adentro, a la gayola, al calabozo. A los palos y los garrotazos. Al hambre y el frio del penal. El Cebolla pierde. Lo bajan en la casa. Del auto choreado ni se enteran. Lo mandan al calabozo su espíritu de roquero y de drogón. Unas tabletas de LSD lo mandan a Devoto. Ese penal que se vendía a los organismos internacionales como el penal de máxima seguridad ejemplar, pero que por dentro era puro frio, se maltrataba, se hambreaba, y se destruía a los presos física y psicológicamente. Presos políticos. Presos comunes. Presos sociales. Todo preso era político. El montonero y el chorro. El roquero y el drogón. El sindicalista y el marginal. Para todos había palos, hambre y represión. Las tres armas y sus discípulos, vampiros cazando pibes. El servicio penitenciario militarizado. Preparado para apalear a toda una juventud que estaba siendo marginada y perseguida.
   Las pepas que mandan a la tumba al Cebolla no eran nada comparado con el prontuario de los nenes del pabellón séptimo del Penal de Máxima Seguridad de Villa Devoto. Ladrones de bancos. Delincuentes comunes. Pibitos y algunos no tanto. Todos marginales. Drogones algunos. Pero todos chorros. Gente con códigos. Profundamente rebeldes. Anti Ratis. Chorros, drogones, pibes jóvenes. Ese era el escenario que lo recibió a Cebolla en el Pabellón 7 de la cárcel de Villa Devoto. El gallego García, hombre macanudo, gordo y de bigotes le acerca un mate a Hugo Canoso. El Cebolla acepta agradecido. La amistad y el compañerismo se hacen presentes. La rancheada acepta al joven Hugo como parte del mismo rebaño. Las cosas se comparten y los códigos son claros. El preso común no es tan común como lo quieren hacer pasar. El preso común, es un preso social. Es el marginado. El ultimo orejón del tarro. El que perdió todo para perder definitivamente su libertad en manos de un sistema perverso manejado por dictadores y genocidas dueños de un poder de fuego que le iba quitando la vida a una generación joven, enardecida y con unas ganas locas de vivir para cambiar las cosas. Los presos sociales, presos políticos. Victimas del mismo sistema. Del mismo Terrorismo de Estado. Cebolla escuchaba rocanrol, se zarpaba un estéreo, un coche, tomaba acido y no leía a Lenin, sin embargo era parte de un mismo enemigo que la dictadura se había inventado para sostener un status clerical, conservador, homofóbico, patriarcal, gorila y anti pobre.
   14 de marzo de 1978. Es de mañana el sol se deja ver entrando por entre los barrotes. La noche anterior estuvo jodida. Un milico quiso azotar a un compañero del pabellón por no querer apagar el televisor. El chancho se había quedado con la sangre en el ojo, con ganas de reventar a palos a algún preso, algún negrito cabeza de esos que no tienen a nadie esperándolo afuera. Son las ocho de la mañana, Hugo prende su radio Karina y comienza a escuchar el noticiero. El pabellón era cada vez más insoportable. Segundo piso de Villa Devoto. Treinta y cinco metros de largo por ocho de ancho. Ciento sesenta y seis presos sociales en un pabellón para sesenta. El hacinamiento y el hambre, junto con la humedad y el abandono eran las grandes compañías de los presos. A las nueve y cuarto, Cebolla se levanta de su catre. Va a cambiar la yerba y poner la pava, para seguir mateando con el Gallego. El gordo esta en camiseta y de pantuflas, leyendo el diario, esperando su traslado a tribunales para ir a tocar el pianito y hablar de su causa con un Juez que estaba mas sucio que un billete del conurbano. Ni el Gallego ni el Cebolla se dieron cuenta cuando empezó todo. Serian las nueve y media de la mañana de un 14 de marzo de 1978 cuando de repente pinto aquella requisa. El militarizado Servicio Penitenciario entro con todo. No eran veinte o treinta milicos buscando las cosas de siempre, las baldosas flojas o los barrotes a medio salir. No. Eran mas de ochenta milicos que entran a un pabellón a dar sin asco, con saña, a palazo y machetazo limpio, pegando con las esposas y sacudiendo los cuerpos por todo el pabellón. Buscando al “guapo” que la noche anterior se había hecho el cojudo no queriendo apagar la tele. Los presos todos contra la pared, algunos a medio vestir, aguantando en silencio la golpiza, sin mandar al frente al compañero que la noche anterior se había enfrentado al orden. La solidaridad entre los presos del pabellón séptimo estaba presente. Las miradas al piso, soportando los gritos y los malos tratos. Violencia física y verbal, por parte de los milicos asesinos. Los golpes son cada vez más intensos. Hasta que no se aguantan más. Se dice basta. Los más jóvenes comienzan a defenderse, a tratar de devolver las trompadas, tratando de arrebatar algún palo y devolverlo con más fuerza. Golpes, caídas, empujones. Los presos se defienden a trompada limpia. Los milicos reculan, retroceden. Se cagan en las patas, nunca los presos habían devuelto la agresión. Tanta brutalidad resistida algún día explotaría. Aquella mañana de marzo de 1978. Los milicos se retiran del pabellón, los presos eufóricos le gritan en la geta mientras el Servicio Penitenciario retrocede. La euforia se mezcla con gritos llantos y lamentos. La cana comienza a tirar. Se escuchan ráfagas de ametralladora y disparos de pistolas. Los presos se amotinan. Traban la puerta de acceso al pabellón séptimo con camas, catres y colchones. Se resiste el tiroteo, el Kerosén de las estufas se desparrama. Las llamas se apoderan de todo lo inflamable. Los colchones arden. Las camas y sus fierros convierten todo en un infierno. El humo y las llamas comienzan a tragárselo todo. Los disparos no cesan. Se busca el aire. El humo no permite ver nada, absolutamente nada. Todo es desesperación dentro del pabellón. El Cebolla busca refugio, el gallego esta a su lado. Observan a los pibes queriendo trepar hasta las ventanas sin poder llegar. Los balazos y el humo van bajando a los presos como moscas. La solidaridad comienza a hacer circular baldes con agua y algún pedazo de tela para cubrir el rostro. El Gallego cae sobre el Cebolla tratando de escaparle a la asfixia, su cuerpo esta hecho jirones, despellejándose, toma agua y se muere en los brazos del Cebolla, se le derrite en las manos. El humo se apodera de los pulmones. Los presos se asfixian, se prenden fuego, los alcanza una bala de la represión. La masacre de los colchones estaba sucediendo. Ahí. En el Penal de Máxima Seguridad de villa Devoto. En el pabellón séptimo. Donde estaban los presos sociales del Proceso de Reorganización Nacional.
    Cebolla no soporto la asfixia, se degolló. Allí nomas. El humo y el fuego consumieron la vida de más sesenta personas y se llevaba a cuestas las heridas y quemaduras de otras ochenta y cuatro. La peor masacre en la historia carcelaria de la Argentina, perpetrada por una penitenciaria fascista y gorila. El discurso fue que se mataron entre ellos. Que se amotinaron. El servicio Penitenciario solo actuó cuando el fuego termino. Sacando a los heridos a palazos y metiéndolos en celdas de castigo durante horas hasta que llegase el primer medico.
    Pobrecito cebolla, se degolló por miedo. La vieja cosechera se llevo así la vida de muchos presos sociales; presos de un pueblo que estaba sumido en el más profundo terror. Sin embargo, un pueblo que con el correr de los años iría recuperando su historia y su identidad para seguir peleando con dignidad, despertando de ese largo sueño embrutecedor al que lo sometían.



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