Cultura Plebeya




“Tal vez otro habrá rodado, tanto como he rodado yo

Y le juro créamelo, que he visto tanta pobreza, que yo pensé con tristeza

Dios por aquí no paso”.

Atahualpa Yupanqui, El payador perseguido.

   Nahuel corre. Zigzagueando por la calle y la vereda. La lluvia húmeda que cae comienza a armar los primeros charcos. Corre como loco. A los tumbos. Golpeando sus torpes piernas entre si. Esta agitado. Sudado. Con miedo. Corre como loco. Corre por su vida. Pidiéndole a su santo que las balas de la muerte no lo atrapen. Sus manos transpiran. Se ve sucio. Desprolijo. Vestido en ropas sucias. Las balas que van, vuelven. El lo sabe. Por eso no tira, se escapa. Corre. No para de correr. Su lengua chasqueando pide agua, algo de líquido. El enemigo no le da tregua. Las balas le pican cerca. El botín se ha perdido. No quiere perder. Pero no tira. Sabe que la ranchada triste lo espera. En la calle húmeda ve su reflejo, pálido, tísico, consumido, con hambre. Se ve con miedo. Escapando. En la oscuridad de la noche. La única luz es la del santo. El santo de la estampita que lo espera con su vela prendida, en el cuartito que él ocupa con sus compañeros. Nahuel se detiene. Se esconde. Las balas lo tienen rodeado. No quiere tirar. Es parte de sus principios. El fierro es para carajear. Para arrebatar a los panchos a los que les roba, para sobrevivir con sus linyeras de la rancheada del barrio. No quiere perder. Ni su vida. Ni su libertad. Ni el cajón. Ni la celda. La llovizna se hace mas intensa. No lo deja ver. El enemigo esta agazapado. Esperándolo. Al acecho. Ellos esperan que se asome. Que se descuide. Que tire. Así la represión se justifica. Si él tira, el asesinato se justifica. Nahuel transpira. Tiene miedo. Por primera vez tiene miedo. Entre sus ropas sucias y viejas esta la estampita. La saca. La besa. Mira al cielo y le pide que lo ayude. Que lo haga invisible a las balas. La plegaria del pobre al santo pobre. La plegaria del chorro al gaucho santo ladrón. La plegaria al gaucho rebelde que no se arrodillo ante los poderosos. La plegaria para el gaucho compadrito que no se callo ante las vejaciones contra sus paisanos. Nahuel, el pibe del barrio, el de la ranchada del sur de la ciudad, le reza al gaucho federal. Le reza para que lo cuide. Para que lo proteja de las balas del enemigo. Nahuel y el gaucho. Acorralados por el mismo enemigo. Más de cien años de distancia y el enemigo es el mismo. El enemigo que persigue a los pobres, a los que se revelan, a los que sufren la miseria. Ese mismo enemigo tiene rodeado a Nahuel. En una ochava, en la que Nahuel se esconde detrás de unos arbustos rezando para que las balas no lo atraviesen. El gauchito lo mira desde la estampita. Mirándolo con ojos de desesperación. El pedido esta hecho. El rezo puesto al servicio de un dios que no va a castigar. El gauchito acompañara la retirada. Las balas de los sicarios del enemigo no disparan. Se traban. Las balas no salen. Los oficiales se miran extrañados. No comprenden. Se miran entre ellos. Confundidos. Perturbados. Nahuel se hace de la confusión y corre. Corre calle abajo, con los sicarios corriendo detrás de él. Esta vez desarmados. Sorprendidos. No lo alcanzan. Nahuel corre como loco. Calle abajo. Perdiéndose en la oscuridad de la noche. El botín se ha perdido pero Nahuel corre, sin pensar. O pensándolo bien, corre pensando en otra cosa, en el milagro, en la ayuda. Piensa en la mano compañera del gauchito que ha dañado las armas del perseguidor. El sol comienza a acercarse por entre los edificios. Las seis de la mañana se disponen exactas en los relojes de los primeros almacenes que se abren siendo testigos de la huida de Nahuel. Los depredadores quedaron atrás. Lejos. Bien lejos. Nahuel respira profundo. Por primera vez en toda la noche se siente a salvo. Camina. Paso a paso llega al barrio. Mira por detrás de su hombro. Se siente a salvo. Antes de atravesar el umbral de la rancheada mira una vez más. Vuelve su mirada a la estropeada estampita que se aprieta fuerte en su mano izquierda. La rancheada triste lo espera para todos juntos prender una vela al santo de los pobres.

   Según los comentarios de los pobladores de Mercedes, una pequeña y calurosa cuidad de la provincia litoral de Corrientes, el 8 de enero de 1853 en el medio de la nada, en el puro campo correntino, se derramo sangre inocente. Sangre gaucha que fecundó la tierra y se convirtió en mito para los luchadores del pueblo, para los paisanos rebeldes que desafiaron y desafían los poderes civiles, policiales y militares, para los bandoleros sociales, para los pibes de los barrios marginales que salen a chorear por que este sistema de mierda los dejo afuera de todo.

   Aunque la discusión entre los pobladores es encarnizada por develar si fue en 1853, o quizás en 1865 o tal vez mas cerca de 1870, la realidad es que el material historiográfico no llega a cobrar la relevancia y el rigor que el mito popular ha conseguido, siendo transmitido oralmente por más de un siglo.

   La sangre inocente, derramada por el Gaucho correntino se convirtió en mito, en santo. Le han cortado el cuello a Antonio Mamerto Gil Núñez, ese gaucho guapo que andaba atravesando de lado a lado el campo norte de la Argentina. Nacido en Pay Ubre. Desertor de la guerra del Paraguay. Un gaucho que se revela contra la mano del caudillo de turno, por no querer matarse entre hermanos en una guerra absurda, guiada por los intereses de unos pocos, por los privilegiados de siempre mientras el pueblo, hermanos de clase, se mataban entre ellos. A eso, Antonio Gil le había dicho que no, se les escapo. A él no lo iban a obligar a asesinar a un hermano en nombre de intereses ajenos. Desertor, fugitivo y rebelde. Esas son las condiciones de Mamerto Gil Núñez. Su vuelta al campo, con sus hermanos, con sus compañeros. Trabajando la tierra que no era suya ni de sus hermanos, sino del patrón, que se le iba la mano, que pagaba poco, que explotaba y hambreaba. El gauchito no se lo bancaba, pone el pecho y se revela. Arenga a la peonada. El patrón no quiere saber nada con ese gaucho sucio de trapos rojos, que pronto comenzara a perseguir. El campo y su soledad son sus nuevos y eternos compañeros. El robo y el pillaje de lo que no tiene, de lo que es del patrón, su forma de sobrevivir. Sobrevivir robando al patrón, a los patrones, a los dueños. Sobrevivir. El y sus hermanos. Robar para comer. Para comer en algún fogón improvisado en el medio de la noche, mientras las estrellas los aplastan. Robar para sobrevivir. El patrón no deja otra opción, el trabajo es esclavo. El gaucho rebelde elige el robo. El cuatrerismo antes que horas y horas al rayo del sol por un plato de sopa y una frazada. Prefiere el robo y el reparto con sus colegas. Trotar en libertad por las llanuras calurosas del norte argentino con lo puesto, lo justo y necesario. Su libertad.

                                      Dibujo: Jimena Nail
   Gaucho de trapos rojos. Como su propio “San Baltasar “a cuestas. El santo negro del gaucho Gil. Gaucho pobre. Carne de cañón de los poderosos. Esta siendo perseguido. Rodeado. Los hacendados muertos de miedo por que sus privilegios y bienes materiales se ven amenazados, exigen al poder policial que no le den tregua al gaucho matrero. Lo acorralan. El hacendado Valenzuela, conocido por golpeador de peones y gauchos lo denuncia. El tira la data a la policía. Gil se ha escapado a campo traviesa luego de robarse una tropilla de caballos. La policía esta detrás de su huella. El Gauchito esta acorralado. Son demasiados los esbirros del comisario de Goya que al mando del oficial Salazar le buscan dar captura al gaucho ladrón. Los tiros se hacen escuchar. Gil no dispara, es hombre que se defiende a cuchillo y a las trompadas si hace falta. Le bolean el caballo. El gaucho grandote y corpulento cae al piso. Perdió. La milicada lo tiene rodeado. Capturado. La cosa se hace en pocos minutos. Lo atan de los pies. Lo cuelgan del árbol más cercano. El oficial alcahuete de Salazar se acerca para degollarlo. El gauchito lo detiene con su mirada y sin mediar palabra el gaucho bandido convertirá la rutina en perplejidad, la calma en asombro, la muerte en leyenda.

-Decile al comisario que solo con sangre de inocentes se curan los inocentes.

   Salazar confundido, apura su facón y le corta el cuello al gaucho. La sangre caliente se derrama sobre el campo argentino. Brota de la tierra para convertirse en clamor pagano.

   El hijo del comisario enfermo de fiebre agoniza en manos de un experimentado medico que nada puede hacer, atónito, sin saber el porque de dicha reacción. El comisario exige ir a donde le han dado muerte al gaucho roñoso. Se traslada directamente con su hijo. Exige que corten las sogas que todavía tienen colgando al degollado paisano. De su sangre derramada en el piso saldrá la cruz que el comisario contra su voluntad marcara sobre la frente de su hijo afiebrado. Luego exige que le den cristiana sepultura. El hijo del comisario pronto comienza a curarse. La fiebre, los vómitos y los mareos se detienen. Así, el asesino del gauchito se convertía él mismo en el iniciador y constructor de la fervorosa pasión, que hoy día a más de cien años, miles y miles de fieles y creyentes llevan como bandera.

   La sangre de Mamerto Antonio Gil dejo una huella imborrable para el pueblo, para los sectores populares, para el pueblo pobre que lucha día a día contra la miseria, la explotación y la represión. Santo pagano. Que no entra en los corazones de las jerarquías eclesiásticas que están más manchadas que el piso que recibió la sangre del Gauchito. Santo de los pobres. De los chorros. De los que desafían a la ley y las instituciones represivas. En un mundo en el que los pueblos desconfían de las instituciones estatales y de los gobernantes un hombre del pueblo dejo su sangre plebeya para ser santo pagano, creación de un pueblo que reconstruye su historia y su cultura en la búsqueda de referentes rebeldes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario