Opinión









   Para los sectores vinculados al gobierno, desde el periodismo y los intelectuales en general, hasta los dirigentes del partido y las organizaciones que construyen el actual modelo de gobierno, recordar el año 2001, en particular aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre, en que una gran parte del pueblo expresó un profundo rechazo a los ajustes neoliberales, fue sencillamente una situación de caos a la que no se debe volver.


   Desde la izquierda vernácula, en cambio, se idealizó el hecho histórico, llevándolo a lugares insostenibles: momentos previos a una revolución, cuando no la revolución misma. Algunas cúpulas de partidos de izquierda llegaron incluso a comparar este momento particular de nuestra historia con el gobierno provisional ruso de Kerensky. Y a las asambleas barriales con los soviets. Jorge Altamira, por ejemplo, publicaba en diciembre del 2002: “…los piqueteros van a ser los primeros, a través de esta asamblea, y gracias a la intervención del Partido Obrero, en trazar la caracterización a nivel de las organizaciones de masas del derrumbe de la organización capitalista del país…” (“Una nueva etapa histórica” diciembre de 2002)


   Pero los espejos en que nos miramos no son suficientes para reflejar una realidad que nunca está hecha a imagen y semejanza, y las condiciones que le dan vida a la historia de nuestro país son complejas, contradictorias, y poco maleables. Apenas uno puede caminar con certezas poco claras, realizar lecturas que lo aproximen a los hechos, y desde allí actuar con la conciencia de que el error está siempre en la orilla, y los aciertos son confirmados luego de mucho tiempo, cuando esa enorme masa de personas que construyen una sociedad, se ha sentido parte de ese relato y lo ha llevado a la práctica.


   Acerca de aquellas jornadas del 2001 se puede sostener, sin temor a equivocarse, que barrieron con las políticas neoliberales como fuerza hegemónica en la Argentina. Aunque esto no signifique que automáticamente los grupos de poder que llevaron adelante los ajustes y el saqueo de los recursos, las privatizaciones y la marginación de extensos sectores de nuestro país, hayan sido definitivamente derrotados.


   En América Latina, los procesos contra el neoliberalismo han tenido similares actitudes de parte de los pueblos, más allá de las características de cada país. Y no siempre los mismos resultados. Hoy pueden rastrearse algunos resultados leyendo, por ejemplo, la conformación de bloques políticos y económicos dentro del continente, como la Celac, Unasur , Mercosur, que unifica políticas progresistas para la zona, como también la creación de la Alianza del Pacífico entre México, Colombia, Perú y Chile, que representan a los estados más ligados a los Estados Unidos. Por lo tanto, este proceso abierto en América Latina tiene todavía las características de un momento de transición hacia nuevos horizontes, donde lo viejo todavía permanece como una amenaza concreta, y lo nuevo no ha terminado de nacer. Basta recordar los intentos golpistas en numerosos países, como Venezuela, Ecuador, Bolivia; y los golpes triunfantes en Paraguay y Honduras.


   Si algo no puede obviarse para comprender estos momentos de transformación, es el rol que han jugado los pueblos. Pueblos que venían de largas derrotas y que han empezado a reconstruirse y reconocerse lentamente, sin propuestas propias todavía que logren unificar una alternativa popular de gobierno para los territorios nacionales y para toda América. Y en esos procesos han aparecido nuevos actores políticos, como los movimientos sociales. Ezequiel Adamovsky sostiene que “El movimiento de asambleas, que alguna vez aterrorizó a la prensa conservadora (que temía la llegada de los “soviets”) y al presidente Duhalde (“no se puede gobernar con asambleas”) hoy agoniza. Quizás renazca, quizás mute en otra cosa, quizás desaparezca completamente. Tal vez el movimiento asambleario haya servido sólo para dejar planteado los problemas y las preguntas que otros, en el futuro, quizás lograrán responder. Si así hubiera sido, ha desempeñado un rol fundamental.” Pero tal vez uno de los mitos que deben derrumbarse (además de los mitos megalómanos que suponen que un presidente, una presidenta, o un ministro ácido han salvado al país del caos) es el de la militancia joven que este gobierno supo construir ¿No es acaso responsabilidad de aquellas jornadas de lucha donde el pueblo argentino derrotó al neoliberalismo en las calles, en las plazas, resistiendo y muriendo en manos de la policía, junto a las madres, a las abuelas, a los luchadores populares, a las organizaciones, etc. donde encontramos el embrión de esta militancia nueva, de esta unidad efímera y potente de las clases subalternas?


   Que el gobierno no está conformado por luchadores populares no es una novedad ni una chicana. Se trata de comprender las virtudes de la dirigencia política actual, que ha sabido leer las aspiraciones populares de lograr una vida, y un país mejor. La participación política durante el año 2001 y sobre todo el 2002 fue abrumadora, y realmente popular. Cientos y cientos de asambleas se propagaron por todo el territorio nacional. Pero también se deshizo rápidamente, en gran parte por falta de experiencia y de maduración del proceso encarado por la sociedad. Y sobre todo, por la ausencia de una alternativa política construida desde las expresiones populares.


   En la actualidad, la relación entre los movimientos sociales y el gobierno es más bien compleja. La represión sufrida en Cerro Negro hace menos de una semana, vuelve a dar cuenta de algunas de esas contradicciones. Lo cierto es que ningún gobierno puede gobernar sin la aceptación del pueblo, ni el pueblo puede ni sabe gobernar sin una alternativa política que organice los trazos gruesos de la organización de la sociedad.


   Realizar una lectura acertada de las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001, y de la historia general de nuestras luchas como pueblo, sigue siendo una tarea pendiente de toda la sociedad, que aún no puede resolver esta tensión entre política y organización social, en gran parte debido a su acentuada fragmentación, donde la práctica del poder real es asumida todavía por una porción muy minoritaria de la sociedad, más allá de sus aspiraciones o sus buenas intenciones. Y donde las expresiones organizativas populares, por más genuinas que sean, carecen de proyección real para plantearse seriamente como alternativa de gobierno.





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