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EL LADRÓN QUE CUIDABA A MESSI

Nota publicada en http://www.revistaanfibia.com

A los siete años, después de misa, Daniel Rojo cambiaba las monedas que le había sacado a su abuelo por besos de sus amigas. A los 16 asaltaba bancos. Sin disparar un tiro, robó millones de pesetas. Hoy, tiene 50 y frente al estado español se declara insolvente. Dice que no tiene un peso, que se gastó todo en drogas, orgías y autos importados. También trabajó como guardaespaldas del mejor jugador del mundo. A la noche, cuidaba a Lionel Messi.

—Esto es un atraco. No quiero hacerte daño.
Enfunda el arma con la impavidez de quien que ha hecho lo mismo varias veces.
—Quedate tranquilo, vine por la caja fuerte. Abrí la puerta y que todos permanezcan tranquilos sentados en el hall.
Es agosto de 1980 en Barcelona, España, y el hombre de espalda maciza hace lo de casi todas las mañanas: vacía la caja fuerte del banco, guarda el dinero en un bolso, camina hasta la puerta, pide que le den cinco minutos antes de llamar a la policía, carga el botín en el baúl del auto, y en un tiempo que nunca supera el minuto y medio, escapa solo, manejando. Sin disparar un tiro.
—Me llevaba todos los millones para mí —dice treinta y dos años después, una tarde gris de Buenos Aires, uno de los gángsters más famosos de España, Daniel Rojo, que en la década del 80 robó más de quinientos bancos.
Sin muchas pistas, la policía comenzó a buscar al hombre robusto que los testigos describían.
En las calles de Barcelona todos se preguntaban quién era ese ladrón que apodaban “El Millonario”.
***
En 1969, a los siete años, Daniel Rojo le robaba dinero al abuelo y los domingos, después de misa, cambiaba monedas por besos de sus amigas. Su padre —técnico electrónico— y su madre —maestra— habían llegado a Barcelona desde Madrid en busca de trabajo.
—Yo era un niño malo —dice.
Se ríe: una risa maliciosa.
—Uno ya nace predispuesto para algunas cosas…
Ese mismo año, sus padres quisieron que tomara la comunión, pero el cura les dijo que el chico no estaba preparado para recibir el sagrado sacramento.
Tenía 15 años cuando después de leer Yonki, de William Burroughs, no pudo resistir la tentación de inyectarse heroína. Lo habían educado para ser empresario, pero robaba almacenes y farmacias. Un año después, el padre descubrió que era toxicómano y delincuente y lo echó de la casa. Sin saberlo, precipitó el comienzo de la leyenda.
Los bancos en España trabajaban a puertas abiertas. En 1979 no existían las cámaras de seguridad y la policía no tenía registro de las huellas digitales de los menores. Daniel sintió que robar comercios era algo placentero pero demasiado fácil, y pensó que no había mejor botín que la caja fuerte de un banco.
Acompañado por dos delincuentes que tenían experiencia en eso de robar tesoros millonarios, salía en auto a recorrer las calles de Barcelona. Algunas mañanas no volvían hasta cometer cuatro asaltos.
—Nunca robé a personas. Mis atracos jamás estuvieron manchados con sangre.
Bancos, joyerías y casas de cambio. Cada robo le producía una sensación similar “al punto más alto de un orgasmo”. Con el tiempo, se fue perfeccionando.
En 1984 tres bandas —argentinos, italianos y españoles— planificaron un asalto que quedó en la historia delictiva española como el primero en el que entraron a un banco por un boquete. Daniel integró el grupo de los españoles en lo que considera fue su “obra maestra”.
—Estuvimos tres meses estudiando los movimientos, los planos. Invertimos algo así como cien mil euros.
Alquilaron un departamento lindero para poder entrar haciendo un túnel. Encargaron la fabricación de una lanza térmica: al dispararla tiraba un chorro de fuego que atravesaba cualquier tipo de muro o puerta. Para llegar a la bóveda tuvieron que recorrer 30 metros por las alcantarillas. Antes de entrar a la cámara acorazada, inutilizaron los sensores.
Así de fácil. Y nos llevamos una suma en pesetas equivalente a ocho millones de euros.
Pasaron 28 años de esa mañana. Son las siete de la tarde de un viernes de junio. En la esquina del edificio central| del Banco Nación de Buenos Aires, Daniel Rojo, “El Millonario”, lleva el cabello castaño prolijamente peinado hacia atrás, la barba candado, las patillas de Elvis, el traje negro impecable: el aspecto de un personaje lisérgico de Quentin Tarantino. Viste tapado negro hasta las rodillas, pantalón gris pinzado, anteojos Ray-Ban. De la muñeca izquierda asoma un reloj TAG Heuer y por el puño de la camisa unos gemelos negros. En el dedo mayor derecho le brilla una alianza de oro amarillo y en el izquierdo un cintillo mucho más grueso de oro blanco; frena un taxi que lo llevará de regreso al hotel. Sube, acomoda sus piernas largas contra el respaldo del asiento delantero y le ordena al taxista que baje la música.
—Porque estamos grabando una entrevista, no es por otra cosa, eh. Que la música es muy buena, tío.
El taxista lo mira fijo por el espejo retrovisor y baja el volumen sin decir una palabra.
Daniel dice que hace unos días lo invitaron a un banco y le explicó al gerente que en los años 80, para robar, siempre era conveniente entrar temprano, con el primer empleado que abriera la puerta. Notó que mientras lo escuchaba, el hombre se iba poniendo nervioso.
—Le dije: “Supongo que ahora tendrán otro sistema”. Pero por la cara que puso, estoy seguro de que lo están haciendo de la misma manera.
Enciende un cigarrillo, suelta el humo: se queda pensando unos segundos.
—Igual, no me importa la seguridad de los bancos. Por mí, que les den por culo.
La primera de las tres veces que Daniel Rojo cayó preso fue en 1981. La causa se caratuló tentativa de asalto a entidad bancaria. Pero como llevaba un arma registrada en el robo de una joyería tuvo que cumplir una condena doble.
—En la cárcel también fui un delincuente. La prisión es un negocio, una empresa donde hay dos mil y pico de tíos a los que tienen que darle de comer y vestir.
En la década del 80, para evitar el comercio de drogas entre los internos, el servicio penitenciario de la cárcel Modelo de Barcelona implementó un sistema de cartones en reemplazo de los billetes. Los guardias eligieron a Daniel como encargado de repartir esos cartones a los presos: era el hombre más respetado del penal.
No fue el porcentaje con el que se quedaba, si no los tres millones de pesetas en cartones falsos que ingresó en la cárcel lo que desató la furia de las autoridades del penal, lo que hizo que le quitaran esa responsabilidad.
Foto: Edgardo Andrés Kevorkian 
En 1989 consiguió un régimen de salidas transitorias. Lo normal era que los presos eligieran el fin de semana para visitar a sus familias. Sin embargo, Daniel prefirió salir los lunes: los sábados y domingos los bancos permanecían cerrados.
Invertía el dinero en ropa de etiqueta, casas lujosas, autos importados, mujeres y drogas. Mucha droga. Por día, dice, se inyectaba cinco gramos de heroína y quince de cocaína.
Durante esos años, todos los robos que se producían a primera hora de la mañana a cargo de un hombre solo y robusto, la policía se los cargaba a la cuenta de “El Millonario”.
—Hubo un momento en el que alguien, no voy a decir su nombre por una cuestión de respeto, hizo un atraco y le disparó a un policía. Entonces dijeron: “Fue Dani”. Y me acusaron de homicidio.
Era 1992 y el servicio de inteligencia seguía sus pasos. Daniel pensó que lo mejor sería irse por un tiempo de España.
—En una persecución mi auto recibió 19 disparos. Ahí fue cuando decidí irme a Colombia.
En 1983 había ayudado a escapar de la cárcel al hermano del segundo de la banda de Pablo Escobar. Lo llamó por teléfono, le dijo que tenía los mismos problemas que él había tenido en España. El amigo colombiano le pidió que le mandara una serie de fotos. Un mes después, tenía pasajes, pasaporte de la embajada de Uruguay y una tarjeta American Express con 149 mil dólares de crédito. Estuvo oculto dos meses: el tiempo que tardó en gastar todo el crédito de la American Express en drogas, mujeres y cacerías de caimanes. Volvió a España con cien dólares y el dato de un grupo de soplones que sabían el recorrido de un camión de caudales que cargaría tres millones de euros.
***
Jorge Villariño, Carlos Gudiño, Carlos Chávez; fueron ladrones de bancos y joyerías que se fugaron de la Argentina e hicieron carrera en Europa en la década del 80. De todos, fue Villariño el que logró cierta fama. Por sus escapes lo apodaron “El rey de la fuga”. Daniel dice que no tuvo maestros, pero que aprendió mucho de ese clan argentino que en Barcelona repartía el botín con otros ladrones.
—Les teníamos un respeto total. Cayeron porque fueron por mucho: la bolsa del diamante de Barcelona
Daniel había estudiado ese robo, pero desistió de hacerlo cuando supo que tendría que enfrentar a doce guardias civiles.
— Se prepararon bien, pero tuvieron un pequeño fallo: cometieron el atraco en el cambio de guardia y se encontraron con 24 policías. Terminaron tirados en la calle con dos tiros cada uno.
Sobrevivieron. E ingresaron a la cárcel cuando Daniel era auxiliar de médico. Enseguida se hicieron amigos.
En 1993 la cárcel Modelo ya no era la prisión represora de los años 80: ahora, había más camas y también psicólogos. Ese año, Daniel, que cumplía una condena de 32 años, sintió que tenía que hacer un cambio en su vida y pidió el traslado a una granja de rehabilitación para delincuentes adictos a las drogas.
—Estaba mal de salud. Me dije: “Llevo 25 años drogándome, vamos a ver qué pasa si no me drogo”.
A partir de ese momento, inició una lucha para demostrarle a la justicia que ya no se drogaba. Se sometió a tres análisis semanales.Cinco años después, quedó en libertad y la estrella de rock español Loquillo le ofreció trabajo. Al poco tiempo, el nombre del ladrón de bancos que había cambiado de bando se hizo conocido en el ambiente musical: ahora cuidaba artistas. Lo contrató Andrés Calamaro. Y luego, Enrique Bunbury. Y luego Rosario Flores. Y Paulina Rubio. Y así fue como en 2005 el club Barcelona le encargó proteger a un pibe con destino de crack  que debía presentarse en una feria para firmar autógrafos.
—La primera vez que cuidé a Messi, era un pibito que no sabía conducir. Me encargaron que pasara a recogerlo por su casa. Su padre era fanático de Calamaro y como yo también cuidaba a Andrés, nos hicimos amigos. Ahora por las noches vamos de cenas y comiditas.
El Millonario dice que muchos famosos lo eligen a él por su pasado.Piensa que su historia de delincuente les debe provocar un poco de morbo.
¿A qué artista no le gusta llevar a su lado a un mafioso que se ha buscado la vida atracando bancos?
Foto: Edgardo Andrés Kevorkian 
Ahora que los años de delincuencia y las noches de heroína parecen haber quedado archivados en un pasado que mereció la edición de tres libros autobiográficos, Daniel Rojo está a punto de cumplir catorce años de casado —por iglesia— con Eva, la primera doctora que lo atendió al salir de prisión. En 2009 tuvieron mellizos y desde ese día renunció a salir de gira con músicos porque quiere compartir más tiempo con sus hijos.
—Me dijeron que mi vida era de película. Y puede ser… Cuando miro Batman y Robin, me doy cuenta de que eso que hacen los ladrones yo lo hice mucho tiempo antes. Salvo algunos casos como Casino —de Martin Scorsese—, que me recuerda a mi época de esplendor como gángster, en las películas de robos a bancos encuentro muchos fallos. Están mal hechas. La realidad siempre supera a la ficción.
Dice que nunca hizo la cuenta, pero que por sus manos pasó mucho dinero.
—Mucho, mucho, mucho... Mi mejor atraco fue de algo así como siete millones de euros. Si me llamaban “El Millonario” era por algo.
La prensa dijo que Daniel Rojo hizo quinientos robos, pero él cree que a esa cifra llegó solo en el primer año, cuando asaltaba farmacias y pastelerías.
—Ahora, si sólo hablamos de bancos, puede ser. Sí, cerca de quinientos. Pero no los he contado. Nunca me encontraron dinero. Ahora tengo deudas con Hacienda porque me acusan de haber robado casi 900 millones de pesetas.
A pesar de que en las fotos de su perfil de Facebook se lo puede ver subiendo a un Bentley Continental GT negro —un auto deportivo que puede alcanzar más de 300 kilómetros por hora y cotiza alrededor de 160 mil dólares— y de que alguna vez llegó a pesar un millón de euros que tenía guardado en su casa; ante la justicia española Daniel Rojo se declaró “insolvente total”. El hombre que se ganó el apodo de “El Millonario” jura que de todo ese dinero no le queda nada, que no tiene ahorros, que se gastó todo en drogas, ropa cara, orgías y autos importados. Dice que cobra regalías de sus tres libros que, por suerte, se venden muy bien. Y que aprendió a vivir sin plata. Eso dice.
En el dedo mayor brilla el anillo de oro blanco.



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