Cultura Plebeya






Llega tu recuerdo en torbellino,
vuelve en el otoño al atardecer
miro la garúa, y mientras miro,
gira la cuchara de café.

Cátulo Castillo.

   Las rudas manos retuercen el trapo sobre el fuentón de plástico, el trapo se escurre para ser colgado en el cordel. Los trapos sucios, lavados a mano, a puro esfuerzo, sobre la tabla de madera, fregando y fregando. Se tararea un tango, se canta un tango, se escucha de fondo un tango, mientras los trapos se escurren al sol del cordel. Una mañana fresca, fresca como el río, sobre una calle perdida en el popular barrio de Saavedra. Sobre una terraza se lavaban trapos con fraseos de tango de por medio. Tarareos, fraseos, el tango que se metía en las casas por todos lados, los niños, jóvenes, adultos, enloqueciendo su corazón de libertad al lado del tango. El fuentón vacío de trapos ya colgados prologa una limpieza profunda de un patio porteño que espera la llegada del canto del niño mirón, y alegre que estuvo esperando que el trabajo de su madre termine. El niño canta, improvisa, intenta, la madre lo mira, lo escucha, el niño canta, no deja de cantar. Despacio, dice la madre, tranquilo, hay que cantar los puntos, hasta las comas, Robertito. El niño Roberto no deja de cantar, no dejara nunca de cantar, como esa canción desesperada que es remolino en el turbión. La madre sentada sobre un escalón, en la subida de la terraza, el niño Roberto corre entre sábanas colgadas, corre, canta, la madre escucha atenta al niño que canta, canta como el zorzal. Saavedra. Década del 40. El tango es la estampa de una ciudad que crece a la luz de un cantor dulce y melancólico. Ciudad gris, triste, dulce y melancólica. El niño canta para su madre que desde el auditorio de la terraza familiar aplaude, se emociona, pero corrige al niño, ya te dije Roberto, despacio, hasta los puntos y las comas, hay que emocionarse, sentir lo que el poeta quiso decir, lo que el poeta quiso transmitir. Nociones de cómo frasear el tango, de cómo cantarlo, de cómo sentirlo, de cómo emocionarse hasta las lágrimas con lo que el poeta escribió. El oído de la madre es la escuela del niño. Ese frasear bandoneonístico aprendido en tardes y tardes de terraza al sol. Ese sonido porteño que se curte desde la casa hasta los escenarios. 

   El niño Robertito ya no es un niño, es un joven adulto, veinteañero, flaco, rubio, de bigotito. El niño autodidacta es ya un adulto bien parecido, que encuentra en el tango una forma de ser, de decir, una forma de vivir la vida. El cantor guapo y plebeyo, sin formación académica, de puro instinto, de pura sangre arrabalera no más. De las enseñanzas del oído absoluto de la madre a acompañar orquestas típicas. Un pedazo de barrio que duerme al costado del terraplén ve pasar caminando a ese flaco cara de polaco que busca a sus amigos para encarar la barra para el lado del baile. El concurso de nuevas voces en el Club Federal Argentino, el pibe de Saavedra que canta y deja atónito al auditorio, ese estilo, esa fuerza, ese sentir el tango, ese fraseo gardeliano. La orquesta típica espera al rubio flaco, para comenzar un romance que llevará hasta los últimos días. El rubio de bigote, el niño Roberto, cantor en la orquesta típica de Kaplún. El concurso arrasado por el rubio gardeliano lo lleva a cantar de baile en baile, dejando atónitos a todos los públicos. El maestro Horacio Salgán, por allí, por algún baile ve al joven rubio cantando con esa fuerza, con ese decir el tango, con ese susurrar y sentir el tango. Lo quiero en mi orquesta, dice el maestro. Allí va Robertito, convertido cada vez más en un hombre del dos por cuatro, a cantar con Salgán, orquesta en la cual quedará bautizado para siempre como “El polaco”. El cantor de Buenos Aires, porteñazo, de boliche en boliche, de cabaret en cabaret, arrimando sus primeras canciones, consiguiendo aplausos tahuras, los primeros que escuchó en el boliche aquel, aplausos de amigos y público que grita con voz ronca, grande Polaco.  

   Alma de loca, Yo soy el mismo, Un momento y Siga el corso, son algunos de los clásicos que el Polaco grabó para la orquesta del maestro Salgán, grabados a dúo con Ángel Díaz. Ese recorrido llevaría al Polaco a conocer a su gran y mejor amigo  dentro del tango, en 1956  se suma como principal cantor a la orquesta típica de Aníbal “Pichuco” Troilo. El joven de los treinta arrabaleros años, ya no conduce el colectivo de la línea 19, ya no atiende el taller mecánico en el cual desde la fosa se escuchaba que Malena cantaba el tango como ninguna, ni viaja por las calles de Buenos Aires en ese loco taxi que lo llevaba como una canción desesperada. El laburante convertido en cantor, el andar del chofer cantor. Las callecitas de Buenos Aires que alumbran su sonrisa arrabalera, de tablada a Lanús, de Barracas a La Boca, de Chacharita a la Paternal, la sonrisa de Gardel  ilumina la cara de un joven Polaco que canta para olvidar la pena, para curar el alma, para pensar en la madre joven y hermosa que lo mira mientras el niño comienza los primeros fraseos porteños.  

   Paredón y después, Pichuco y después, el gran admirado. El polaco con un lagrimón piantado de emoción de tenerlo a Pichuco detrás suyo, con su blanco bandoneón, la garganta se hace arena para cantar la pena. Sur, garúa, la última curda, pa’ que bailen los muchachos, a Homero, cómo se pianta la vida, son algunos de los tangos que la garganta del Polaco rugió junto al fuelle de Pichuco. La calesita, barrio pobre, fuelle, metejón, tangos inolvidables, tocados, cantados, interpretados por una orquesta con el Polaco al frente, con el bandoneón de Pichuco jugando desde abajo, arremetiendo con fuerza porteña. Amistad y amor. Dos potencias que se saludaron un día y fue una amistad de décadas, sólo la muerte pudo separarlos, dejar esa amistad a mitad de camino. Ese muchacho Troilo que le dejó partido el corazón, que lo dejó solo, extrañándolo como se extraña algo amado, ese muchacho Troilo que un día se fue de su barrio, y el polaco casi rogando a los gritos le decía gordo, gordo, quedate acá. Las lágrimas a borbotones. Ese hombre de boliche porteño que llora la muerte de su amigo y hermano. Se muere el gordo Pichuco y al Polaco se le cierra el pecho, le canta a su gran juventud hecha de arrugas, a su amado bandoneón que parece un corazón latiendo en las rodillas y le dice adiós hermano, hasta pronto, nos volveremos a ver aquel día en que no se apague la voz de tu instrumento, para despertar de aquel triunfo en el que se ganó su cruz de angustias y de alcohol.

   Cantor sin escuela, sin formación académica, sin ensayo, un guapo que le entraba a la canción por puro instinto, por pura guapeza tanguera y arrabalera, tangos y milongas históricas grabadas en una sola toma, entrar al estudio fumando un cigarrillo negro, tararear el tango en su cabeza. Se escucha toma uno y el Polaco arremete con su fraseo gardeliano, con su rubato callejero y porteñamente arrabalero, el tempo de la letra no coincide con el acompañamiento musical. Genialidades de un tipo que su escuela fue la calle y el escuchar tango hasta en la ducha. La humildad de un grande que entraba en el estudio y el tiempo se detenía. Un cantor como pocos, las calles de Buenos Aires todavía lloran su partida. Un muerto que no para de nacer artísticamente. Goyeneche entiende el tango como un músico, como un instrumento vocal tal cual lo hicieran los cantores del cuarenta, afinando su garganta y su fraseo en total armonía con la orquesta. Con el tiempo logra tal perfección que se permitiría el lujo de iniciar una frase a destiempo (cadenciosamente) para luego alcanzar las últimas notas al final del compás. Jugando con los tiempos, con los músicos, con esos amigos del alma que lo acompañaron siempre. En la noche, en el alcohol y el cigarrillo. Noches de percanta y melancolía, la poesía de Catulo, de Homero, de Celedonio y de Cadícamo, el bandoneón de Astor y su balada que sale por las calles porteñas a decirle a la luna que se trepe a esta locura de vivir, mientras las naranjas del frutero de la esquina le tiran azahares. El Polaco Goyeneche y su camino porteño de vereda en vereda, de canto en canto, de baile en baile. Su familia, su mujer y su hijo. Y el polaco siempre ahí, joven, adulto, viejo, lindo, loco y bueno, un alma hermosa que se fue cantando tangos, como una canción desesperada. 

Grisel, Afiche, Como dos extraños, Cuesta abajo, Balada para un loco, Malevaje, Naranjo en flor, Desencuentro, Por una cabeza, Mano a Mano, Lejana tierra mía, Melodía de arrabal, Cafetín de Bs. As., Contramarca, son algunos de los clásicos interpretados por Goyeneche, quizá la selección sea injustamente subjetiva y dentro de eso quizá aquí mismo se escapen las mejores versiones de los mejores tango cantados por este único e irrepetible cantor de nuestro tiempo. Desde ya el pedir disculpas no estaría de más, ya que estas líneas insignificantes ni ahora ni nunca alcanzarán a cubrir la magnitud de un cantor excepcional, más que cantor artista, con vicios de cantor, como fue Roberto Goyeneche. Desafino en mi ronca melancolía, que me emociona hasta las lágrimas. Polaco, Polaco querido y admirado, perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón.



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