Crónica





    
 Ríete al fin, que llorar trae tanto frío.
               Más frío, que olvidar cómo ver, cómo ver, 
           que olvidar, cómo ver.                 

Por primera vez en mucho tiempo una distinguida institución pública dedicada a la cultura, recibía a cientos de personas que se congregaban para rendir homenaje a un extra-trerrestre, al máximo de la música y la poesía argentina, al cronopio por excelencia, al maestro Luis Alberto Spinetta.
La Biblioteca Nacional daba cita para dar comienzo a la multidisciplinaria muestra, llamada “Los libros de la buena memoria”. Ésta plasma, a través de manuscritos, discos, dibujos, fotos, libros, vestuario, entradas y afiches de recitales, y todo aquello que su familia y amigos creyeron que era indispensable que esté, la bastísima trayectoria del Flaco.
Su poderoso aporte supera cualquier dimensión estipulada, y la muestra se encarga muy bien de demostrarlo. Curada por su amigo Dylan Martí,  el espacio genera encuentro.
Se transmitieron videos como Balada para un Kaiser Carabela (de Fernando Spiner) o el DVD de las Bandas eternas; también se realizaron desde mesas con músicos expositores (como Ricardo Mollo) hasta clínicas llevadas adelante por el mítico Pomo Lorenzo.
Llegar hasta el auditorio Jorge Luis Borges no fue tarea fácil. Una pantalla gigante colgaba en la entrada, y cerca de 400 personas esperaban ansiosas.
La gente quería entrar, ya bastante solos habíamos quedado sin Luis, como para que todavía nos dejen afuera con las puertas vibrando.
Alrededor de las 19:30hs comenzó a sonar la dulce voz de Vera Spinetta. Leía un poema de su padre. Un silencio absoluto había colmado el adentro y el afuera de la Biblioteca Nacional. Este mega lugar que se disponía a homenajear a un alma sensible no había calculado que los aficionados a su música éramos muchos más que un par de intelectuales realizando una conferencia para ellos mismo.
Allí nos encontrábamos entonces, para ver si juntos nos sentíamos un poquito mejor. Y así fue como, de la mano de Claudio Cardone y el Mono Fontana, eso sucedió inevitablemente.
Enfrentados con sus teclados interpretaron temas como Mundo Arjo, Laura va, Amarilla flor, Para ver, Pies de atril, Canción de amor para Olga y Quedándote o yendote, entre otros.
Detrás, una pantalla proyectaba sus letras. La ingeniería a cargo de estos dos grosos nos sumergía en un clima peliculesco.
Sintetizadores y distorsiones componían la ambientación haciendo que las teclas de uno formen la base, y las del otro simulen una voz.
Lo que estaban haciendo era maravilloso, aunque fue inevitable percibir la pesada tristeza.
Haber estado allí o no lo mismo dio. Luis es nuestro dulce presente, es la mano que acaricia cuando duelen las mañanas.
Este fue el principio que puso sobre el tapete, el sólido aporte que hizo el maestro a la cultura argentina. Surgirán así nuevas formas de expresar el cariño y la admiración. Porque si hay algo que ha quedado claro, es que le estamos eternamente agradecidos.

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