Esperando el milagro
Por Natacha Mateo
Foto: Jerónimo Gonzalez
Se acercaba la década de 1820, era recién 1819. Hacía sólo 9 años del primer cabildo abierto, sólo 3 años de la declaración de la independencia, y el país comenzaba a dividirse. Parecía que la independencia política (y hasta ahí) de Argentina, no había alcanzado a resolver las diferencias internas que estallarían años más tarde. Los porteños querían la independencia de Buenos Aires del resto de las provincias. Y las provincias querían dividir la ganancia de la aduana situada en el puerto de la capital. El eje clave era la división. Los unitarios querían la separación de Buenos Aires de la Confederación. Los federales querían repartir la plata del puerto. No era una disputa política, ni social, ni siquiera geográfica… era exclusivamente económica. El país estaba dividido, y por ende, ya en febrero de 1820, estallaba en Cepeda, la guerra civil que duraría muchísimos años. Ese mismo año, en 1819, según cuenta la leyenda, nacía Deolinda Correa.
En 1941, el esposo de Deolinda fue tomado prisionero. Ella, con su hijo recién nacido en brazos, salió caminando en su búsqueda, siguiendo las huellas del carro que supuestamente lo trasladaba. Dicen que caminó muchos días y muchas noches. Atravesó el desierto, sin agua y sin comida, con la única esperanza de alcanzarlo, abrazarlo. En un claro, descampado, bajo el sol que raja la tierra y reseca hasta las piedras más ásperas, antes de dejarse vencer y alcanzar a su esposo en ese sendero que, según dicen, lleva hacia las puertas de la muerte, habló con Dios. Le pidió un milagro. El primero y el último: que salve a su hijo. Que le perdone la vida a él. Ella ya se había dado por vencida, ante la sed, el cansancio, el hambre.
Y ahí nomás, sobre una roca, se dejó morir. Con su hijo en brazos, esperando el milagro.
Tres días después, unos arrieros la encontraron. Algunas leyendas dicen que vieron animales de carroña revoloteando sobre ella. Otras, que escucharon el llanto del niño. Más allá de estos detalles, perdidos en los relatos orales que se contaban entre los pueblos en esos tiempos, encontraron al niño. Y según dicen, estaba aún con vida. Había sobrevivido esas tres noches, alimentándose del pecho, aún con leche, del cuerpo muerto de Deolinda. Los arrieros enterraron a la mujer, y se llevaron al niño.
Y la leyenda, ahora convertida en mito, en milagro, en la historia de una santa, comenzó largas peregrinaciones que siguen hasta el día de hoy, en que los lugareños se acercan a la tumba de Deolinda, bautizado santuario a la orilla de la ruta nacional 20, con botellas de agua, para saciar la sed de la santa y rezarle, contarle de sus penas, pedirle un nuevo milagro…
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