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GRACIAS, AMÍLCAR...

Es habitual que cada Día del Periodista corramos al archivo, físico o virtual, en busca de referentes que nos permitan encontrarle un sentido especial a cada festejo. Esos archivos suelen ofrecernos mucho material y, mayormente, esa genuina necesidad de referencias encuentra lo que buscaba.
Amílcar González fue secretario general del sindicato de prensa de Mar del Plata, trabajaba para el diario La Capital, propiedad del empresario Florencio Aldrey Iglesias, era corresponsal del diario La Opinión de Buenos Aires y jefe de la corresponsalía de la agencia de noticias Telam. La dictadura militar lo secuestró y lo torturó, para luego obligarlo a vivir un largo exilió en Venezuela. Amilcar volvió al país en 1984 y pidió su reincorporación al diario La Capital, en donde trabajaba al momento de su exilio. El juez le negó esta posibilidad porque consideró que la causa estaba “prescripta” por el tiempo transcurrido. Lo que no le pudieron impedir fue volver a ser elegido por sus compañeros como secretario general del sindicato.
El diario del Aldrey Iglesias publicó el secuestro de Amílcar tres días después de ocurrido. Dos semanas más tarde, mientras era torturado salvajemente, lo despidieron por no presentarse a trabajar.
Amílcar declaró en el juicio a los Comandantes y su testimonio en los Juicios por la Verdad, en abril de 2001, aún hoy es recordado. Murió el 3 de junio del 2004.
Compartimos este artículo de su autoría, como un pequeño homenaje. Salió publicado en 1985, en un modesto boletín sindical, y hacía referencia a la muerte de un humilde trabajador de prensa.


Gracias, Pepito…
                                                                                                                     Por Almícar Gonzalez


   Llegó un día con su mirada desconfiada, su sonrisa abierta y su indigencia. Quería conocernos, saber si era cierto eso del compromiso con los trabajadores. Como identidad mostraba su condición de asalariado, perseguido y explotado por una patronal insensible, no muy diferente a las otras para las que había desempeñado siempre los oficios más simples y duros. En “La Capital” era sereno, peón de limpieza, acarreaba pesadas bobinas, lavaba pisos y baños, recibía reproches y verdugueos de pequeños miserables ungidos en jefaturas obtenidas sin mérito.
   Nació entre nosotros una relación basada en la solidaridad sin demagogia. Al principio creíamos que José Angel Giménez –a quien llamábamos Pepito- nos consideraba compañeros. Después supimos que sin darnos cuenta nos habíamos convertido en su familia. Una familia indefinida, con padres, hermanos, hijas, amigos y hasta pequeños nietos. Poco afecto a las confidencias, develamos su vida por fragmentos dispersos y referencias incompletas. Estaba solo, no tenía parientes, vivía en una covacha, comía mal, su peor día era el domingo.
   Ganaba en un mes lo que su patrón- Aldrey Iglesias- gasta en unos minutos de esparcimiento. Sin duda el más modesto de nuestros afiliados, conservaba intacta esa condición que –según André Malraux- es el verdadero motor de las luchas del hombre: la dignidad. Nunca permitió agravios. Hace poco, antes que la muerte se le adelantara, uno de los diminutos miserables de “La Capital” lo insultó por una nimiedad; Giménez contestó el agravio con otro equivalente. El diminuto miserable le aplicó una sanción exagerada: 15 días de suspensión, equivalentes al cincuenta por ciento de su menguado salario. Denunciamos el caso ante el Ministerio de Trabajo, el diminuto miserable no acudió. Decidimos iniciar una denuncia laboral. Giménez nos dijo: “Si ganamos el juicio quiero que el importe vaya al sindicato, para ayudar a los compañeros suspendidos injustamente, que son muchos”. Nunca nos habían ofrecido una donación más honorable.
Frente a sus carencias y verdadera marginalidad, retrocedían los problemas cotidianos y mediocres, la búsqueda de bienestar y la figuración que suelen desvelar a otros hombres mejor tratados por la
vida. Nunca se quejaba y tenía para todos una cortesía antigua, respetuosa y sincera. Giménez nos confirmó, con la dialéctica de la nobleza, que sí se puede, que nada está perdido, que la reserva moral se cobija en el hombre más insospechado y humilde.
   El sindicato fue su hogar y su referencia afectiva. Cuando él llegaba, todas las tardes, nos sentíamos mejor, como si un testigo superior nos fiscalizara en silencio. Representaba la clase social castigada,
pero con esperanza, que tiene certeza casi genética de su grandeza. Estamos orgullosos de su amistad final y de su ejemplo. De esa fraternidad que creció y nos ayudó a ser mejores.
Rescatamos su vida y su muerte del anonimato y las inscribimos en la página inacabable de nuestras luchas. Por eso no le decimos adiós a Pepito, le decimos gracias.

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